Este texto es de Daniela Ordoñez Delgado. Puedes leer más de ella en la biografía que incluimos al final.
Hay algo en mi hombro. Me detiene. Arrugado, como una uva pasa. Me agarra. Por fin salgo del agua—es un río; uno marrón y ancho—. El aire se ve dorado a mi alrededor y está cargado de vapor y sudor.
Esta no es mi casa.
—¡Aquí hay otro!— grita un hombre que me sujeta de la axila, intentando subirme a una canoa. Sus brazos son más oscuros que los míos. Otro me agarra del lado contrario y tira de mí. Mi pierna choca contra un remo. ¿Dónde estoy?
—Esta sí no es de por aquí cerquita. Mire lo pálida.
Pues lo sé. Intento decírselo, pero no sale nada de mi boca.
—Y hasta bonita, qué desperdicio—dice el otro mientras me acomoda en el piso de la canoa. Me da escalofríos su comentario. Soy vulnerable fuera del agua.
Por el sonido de la corriente sé que ha llovido bastante. Jala con más fuerza en el centro, con tanta que podría arrancar cualquier árbol que se atreviera a detenerla. Si me metiera otra vez, me arrastraría tan rápido… Ni siquiera un pez podría nadar contra la corriente por mucho rato. ¿Cuántos kilómetros he bajado en esa agua? Ni que importara.
Aprieto todos los músculos; intento saltar, rodar, regresar al río. Pero nada se mueve. Sigo tirada en el fondo de la canoa. Ni siquiera mis manos se estremecen. El roce de la brisa fría me hace cosquillas. Deberían haberme dejado donde me encontraron. Ya tenía un plan.
Escucho sus conversaciones. Cuentan las heridas de mi cuerpo; miran lo profundas que son, lo disparejas. Que no saben cómo parecen frescas, dicen. Yo sé dónde está cada una de ellas, pero no las he visto. Del dolor no me acuerdo, pero sí de las manos sujetándome contra el suelo; del frío del metal en mi garganta, y luego del agua.
Habrán pasado días ya, perdí la cuenta.
La canoa se para, como si hubiera chocado contra algo. Dicen que el lecho del río se movió otra vez. Uno de ellos se inclina sobre mí. Sus manos se cuelan debajo de mis brazos y gruñe al intentar levantarme. Mi cuerpo no ayuda. Se dobla, hinchado de agua, como una almohada vieja que ya perdió la forma.
La canoa se inclina bajo su peso. El agua salpica y él, maldice en voz baja algo que no entiendo pero su compañero sí.
—Entonces agárrela por la cintura. Así.—El otro le hace señas, como uno alzaría un bulto de papa en el mercado. —¡No, espere, espere! ¡La está ladeando mucho!
—¡Entonces ayúdeme, hijueputa!
Mi hombro choca contra la madera cuando ajustan la fuerza.
—Ahora sí. ¿Listo? Uno, dos—
Me levantan un segundo, pero la cadera se me traba en el borde y vuelvo a resbalar. Mi cuerpo no se mueve como ellos o yo esperamos. Esta vez, con la mitad de mi cuerpo fuera, el agua está lista para recibirme. Tal vez, si lo intento con más fuerza, pueda escurrirme de sus manos.
—Está llena de agua— dice uno de ellos, limpiándose el sudor de la frente.
Sí, llena y así quiero quedarme.
Lo intento.
Nada.
—No podemos dejarla aquí.
Claro que pueden. El río sigue jalando.
—Bueno, entonces arrástrela un poquito. Solo un poco más. Deslícela.
La rudeza de sus manos en mis piernas me molesta—me pica—. El borde de la canoa muerde mi columna mientras lo intentan de nuevo. Siento mis piernas arrastrarse detrás, atoradas en el asiento.
Y por fin, resbalo. Soy algo que ya no quieren tocar. Caigo con un chapoteo apagado al agua baja junto a la orilla. El agua les llega a las pantorrillas.
Uno de ellos empuja la canoa, mientras el otro intenta cargarme al hombro. Me cuelga sobre su espalda, empapada, escurriendo sobre él.
¿A dónde me están llevando? Yo solo quería flotar. Seguir. Ver el mar, al menos una vez. Ese azul oscuro que solo he visto por la televisión. Quería que me tragara. Alguien me está quitando cosas de nuevo.
Nos hundimos en la arena mojada a cada paso, pero los árboles en la orilla se van acercando.
Es mi última oportunidad de volver al río. Intento moverme. Pero no. Nada me ayuda.
—Al menos deberíamos enterrarla —dice uno.
¿Para eso me sacaron? No. ¡No! Déjenme aquí, por favor. Yo sé flotar. No quiero que me atrape la tierra ni los gusanos. En el río al menos sabía a dónde iba.
La gente en la orilla me mira, pero a nadie se le mueve una ceja. Me miran el cuerpo. Se persignan. Como si fuera la décima. Ni la primera ni la última. Nadie se espanta. Un muchacho se acerca a ayudar, pero salta apenas me roza la piel. Pareciera que lo quemara. Me mira como si pudiera morirme otra vez, con lástima.
Sigo chorreando cuando me amarran al lomo de una mula. Una soga mojada me aprieta el cuerpo, tan suelta que siento que me voy a caer, pero ni siquiera así se me mueve nada. Ni siquiera mi pulgar.
—Llévensela donde Consuelo —dice el muchacho—. Ella estaba esperando un N.N.
¿Un N.N.1?
¿En eso quedé?
Es mediodía. La sombra de la mula está casi exactamente debajo de nosotros. El camino gira a la derecha y los sonidos de la corriente se desvanecen. Giramos de nuevo, la brisa se retira, las hojas se aquietan. Escucho la voz de una mujer a lo lejos. Ojalá me hubieran amarrado de una forma en que pudiera ver más que sus pies. Ella tiene los tobillos color de panela, con toques dorados, trabajados por el sol.
—Póngala atrás, Luchito, encima de la mesa donde plancho.
Debe ser Consuelo. Su voz corta el aire con fuerza, pero al final de cada frase se le cae como un suspiro. Los hombres me bajan sin decir nada. Me cargan hacia adentro. El color gris de las paredes sin terminar me hace querer huir. Sin terminar pero sin futuro. Pasamos de largo.
Claro, su mesa de planchar está afuera—este calor no te da otra opción—y por fin veo el cielo. Ha pasado tanto desde la última vez que lo vi. El azul sigue siendo el mismo celeste, el color del paraíso.
¿Será que esto es? Amarrada a este cuerpo.
Mis recuerdos están regados por ahí y demasiado pesados para juntarlos de nuevo. Lo poquito que alcanzo no sirve pa’ nada.
Debo llevar aquí un buen rato. Calculo que como unas tres horas, porque ahora el sol me da por el lado izquierdo. Hay cometas en el cielo. ¿Ya es agosto? Bien chistoso que eso sí lo recuerdo. No veo a los niños que las están volando, pero esas cometas se parecen a una que tuve. Verde y morada. No sé si es un recuerdo o si la estoy inventando.
Consuelo entra y me toca el brazo. Después del agua, su tacto se siente como gelatina tibia.
—Gracias.
La escucho respirar.
—Padre nuestro, que estás en el cielo...
¿Por qué está haciendo esto? Sus manos están demasiado calientes. Sigue rezando. No tengo otra opción que escuchar. Inhala profundo, como uno cuando se va a lanzar al agua.
Me mueve. Debajo de la mesa veo la tierra: naranja, pantanosa. Aquí no crece el café. Los recuerdos me giran en la cabeza como un ventarrón, pero solo alcanzo a agarrar uno o dos. Ella hace bastante mientras repite las oraciones; de algunas sí me acuerdo. Me vuelve a girar, me deja boca arriba y sigue con mi lado izquierdo. Cuando llega a mi cuello, para y da medio paso atrás.
—¿Puedo llamarte Lina? —Su voz tiembla. Se queda esperando.
No. ¿Quién es Lina?
—Solo por hoy —susurra.
No puedes. Sé que ese no es mi nombre.
—Solo mientras te alisto.
El “no” no le llega. Ella me roza la clavícula.
—Te estás viendo tan bonita —dice—. No te preocupes, esto ya lo he hecho muchas veces.
No conmigo.
¿Qué estás haciendo?
—Pero contigo... me pongo nerviosa —dice—. Eres la primera que vamos a adoptar.
¿Adoptarme?
Pasa un paño húmedo por mi frente, despacio.
—Lina...
No.
—Siempre odiabas que te tocara el pelo. Pero mira este enredo. Tengo que peinarte. Te haré pasito.
Sus dedos pasan entre los mechones. Echa un poco de aceite. Hay nudos. Tararea algo. No es una canción de cuna, pero casi.
—Siempre admiré lo fuerte que eras, Lina.
¡No me llame así!
—No lloraste cuando te caíste del árbol esa vez.
¿No puede ver que no soy ella?
—Solo te levantaste y le lanzaste una guayaba a tu primo. ¿Sí te acuerdas?
Intento gritar. Nada.
—Y luego van y me dicen que te habías ido. Así, sin más. ¡Cómo una mamá pudiera vivir con eso!
Se traga un sollozo mientras acomoda el borde de mi blusa. Lo alisa con la mano. Aún está húmeda.
—¿Dónde te dejaron, mi niña? ¿Sola en esa agua?
Por favor.
—Lina, debiste pelear con ganas. Mira estas uñas.
Ya pare con lo de Lina.
—Creen que vamos a olvidar. Creen que una sigue.
Entre lágrimas agarra algo del estante. Un frasquito. Es esmalte. Pinta mi meñique izquierdo.
—Tu favorito. Siempre escogías este.
Levanta mi mano para que lo vea.
—Decías que así se te veían las manos limpias, incluso cuando recién salías de trabajar.
Lila.
—Tú sí trabajabas duro, mi niña. Las manos reventadas. ¿Te acuerdas de cuando las remojábamos en leche por las noches?
No. Quisiera, pero no.
—Nunca debimos dejarte volver allá.
Empieza con la otra mano.
—¿Por qué no te escuché?
Escucho el río al fondo de mi cabeza. Veo verde. Botas negras. Una cuchilla afilada. El camión. Y luego el agua.
—Pero eras valiente, mi amor. Fuerte. Si hubieras podido volver, lo habrías hecho.
Yo lo intenté.
Se acerca a mi cara y puedo ver las lágrimas rodando por sus mejillas, hasta que me mojan la quijada.
—Sé que les digo a todos que te vamos a encontrar, pero una mamá siempre sabe. Tu papá no quiere que yo haga esto, pero yo lo necesito. Él dice que estoy rindiéndome.
Me mira a los ojos.
—Pero yo te voy a traer de vuelta. Así.
Acerca una brocha, la arrastra por mis pómulos.
—Tu papá no quiere admitir que también ha perdido la esperanza, pero lo veo yendo a cada pueblo a buscarte, entre los huesitos en las fosas.
Se quiebra.
—Te extraño. Todos los días.
Toma mi mano.
—Déjame llamarte Lina. Solo hasta el final.
Algo dentro de mí asiente y ella lo sabe. Me dejo llevar por la idea de que sus manos me hacen tan bonita como ella dice. ¿Será que mi familia me extraña así? ¿Como ella a su niña?
—Ya van dos años. Mi niña.
Me pellizca la mejilla.
¿Todavía seré un cuerpo dentro de dos años? Mira, otra cometa. ¿Sí será agosto? Yo no me fui hace tanto.
—De pronto alguien hizo esto por ti también, mi niña.
Un recuerdo se posa justo frente a mí.
—Lina, no es que te estemos reemplazando, pero yo necesito esto. Necesito enterrar a alguien.
Nos dijeron a todas que subiéramos a la parte de atrás del camión.
Yo corrí. Pero él era más rápido. Dijo algo antes de ponerme el cuchillo en el cuerpo. Ese dolor afilado de nuevo. Frío.
—Eres tan bonita, mi amor—dice Consuelo entre lágrimas.
Botas de caucho negras que me tiraron al río…
—Al menos te tuve conmigo diecisiete cumpleaños. Antes de que vinieran esos desgraciados.
Pero ¿y lo demás? Quiero ver las caras de mi familia.
—Ya están tallando la lápida. El tío la está terminando.
Cuando por fin logra calmarse, las dos nos quedamos viendo las cometas otra vez. Es como si me escuchara pensar.
Una puerta rechina y se oyen pasos arrastrarse por el piso. Hay más voces. Hay muchas, bajitas, detrás de la pared. Consuelo se despide. Dice que va a recoger lo que hace falta. Alguien tose. El aire cambia. Huele a incienso. El volumen va alzándose a mi alrededor. La siguiente parte está por comenzar.
Empieza a llover. Puedo oír el tamborileo sobre el techo de zinc. Ahora huele a tierra mojada. Voces que van y vienen. Traen un ataúd. Otros entran con los retratos enmarcados. Fotos de Lina por todos lados. Las gotas en el techo se hacen más intensas, hasta ahogar algunos sollozos que suenan como Consuelo. No hay muchos. Me rezan, como si yo pudiera hacer algo. Igual los escucho. Una vocecita llega hasta mis oídos, pero no puedo verla.
—¿Me ayuda a encontrar a mi perrita?
Está detrás de mí.
—Se fue hace una semana.
Ojalá pudiera.
—Lina siempre jugaba con ella.
Pero me mira como si supiera quién soy.
—Mi mamá dice usted puede ayudar. Que se va para el cielo y nos lleva los mandados.
Confía en mí. Me pone la mano en el costado y espera.
¿Podría fingir ser Lina? No conozco estas historias, pero ojalá tuviera algo que darle. El río me borró, pero si ella necesita un mensajero, yo puedo cargar con unos rezos.
Le dicen que se corra.
Me levantan otra vez. Esta vez, las manos son más delicadas. Veo el ataúd. Me acercan. Consuelo prende una vela y la veo llorar de nuevo. Quisiera poder llorar con ella. Lo que el río se lleva, no lo devuelve.
Me bajan y no encajo del todo, pero me acomodan. Veo una cometa por la ventana. Todo se oscurece. Todavía los escucho rezar, pero ya no hay nada.
Mis padres nunca sabrán dónde estoy enterrada, pero esta familia sí. Por ahora, eso alcanza.
Daniela Ordoñez Delgado: Desde chiquita, las historias de Colombia se le metieron por las venas y ya nunca salieron de ahí. Cree que la unica manera de sacarlas es escribiendo. Vive en NYC, donde está haciendo su MFA en Writing en Columbia University, enfocándose en ficción y traducción literaria. Quiere tener perro, pero no logra mantener viva una mata más de 2 meses.
N.N. viene del latín Nōmen Nesciō, que significa “no sé su nombre”. En Colombia, las siglas se usan para referirse a los cuerpos sin identificar, aludiendo a “ningún nombre”.